Como a muchos de nosotros, de pequeño, cuando aún no era poeta, al poeta Miguel D’Ors le gustaba ir de garulla. En el camino, en las tierras de su familia, las había de sobra, rojas, verdes, caquis, doradas, todas ellas deliciosas, al alcance de la mano, pero a él le gustaban las del prado de Donila, también rojas, con la misma “acidez apretada” de las del camino, “y sin embargo en ellas encontrábamos / un no sé qué distinto” que tenía que ver, desde luego, con el hecho de que para cogerlas tenía antes que saltar audaz, furtivamente un muro. Nos lo cuenta en el poema “Aquel sabor”, de su último libro de poemas, Manzanas robadas, recién publicado por Renacimiento, donde cuenta también que “el tiempo iba a enseñarme que aquello era el sabor / de lo prohibido y de la aventura” y que “quizás aquel sabor es lo que voy / buscando en cada instante de la vida” antes de concluir que “quizá escribir versos sólo sea / otra manera de robar manzanas”.
Miguel D’Ors mira pues al paisaje –porque Manzanas robadas es un libro de paisajes, de estampas tomadas del natural por un caminante solitario– empeñado en robarle algo que a primera vista no se muestra, en arrancarle un sabor oculto, convencido de que “cada cosa del mundo es ella misma / y algo más: un mensaje”, como dice en el poema “Que no te engañe la verdad”. D’Ors trata así de leer en el paisaje recuerdos del pasado, en asomarse, a través de él, a su propia personalidad (“(…) de repente es más que paisaje: hay en él / un latido de cosas misteriosas que viven / en un mundo lejano que está dentro de mí”, concluye en el poema “Crepúsculo de otoño en Linza”), en descubrir en él, también, la presencia de Dios, propósito este último al que responden los primeros poemas del libro, comenzando por “Voz secreta”, poemas marcados por una suerte de ascetismo horizontal, que busca las huellas de la divinidad aquí abajo, mirando de frente, en las “ramas de los robles”, en “las flores amarillas de las xestas” o en el correr de las aguas del río Lérez.
Por lo que respecta al viaje al pasado, resulta paradójico que en el poema “Pájaros de antaño” D’Ors advierta que “si alguna vez, en algún sitio, fuiste / feliz, nunca regreses”, pues lo cierto es que en su libro no deja de recorrer los lugares que fueron de su infancia. En este sentido, resulta curioso también que aunque se lamente, en el poema “Qué no daría yo”, de que el perfume de los eucaliptos no sea el mismo, de que el “canto rojo de los gallos” ya no le despierte por las mañanas y de que “aquel raudo rumor de los torrentes” del pasado se confunda, inadvertido, con el silencio presente, y aunque muchos de sus poemas se dediquen a evocar el tiempo perdido, a los que ya no están, las sensaciones que el mundo ya no puede ofrecerle, curiosamente el tono de todos estos poemas no es de elegía, sino de intensa celebración, de alegría por un tiempo, sí, perdido, pero que el poeta vivió con intensidad y que, como el infinito del cielo y las profundidades del ser, con sus “(…) preguntas, / impaciencias, angustias y esperanzas (…)”, “forman esto que nombro con la palabra yo”.
Y es que ese viaje al pasado a través del paisaje presente tiene mucho de introspección, de análisis de sucesos y circunstancias que fueron construyendo, poco a poco, su personalidad. Así, cuando el poeta recuerda la feria de Cuspedriños enumera todo lo que, como experiencia, se llevó el niño Miguel de vuelta a casa en aquella visita a la feria con su abuela, cuando evoca a personajes de su infancia ya fallecidos en “Pero algo hay”, se retrata a sí mismo, con nueve años, enriqueciéndose con todo ese microcosmos, cuando dedica un poema al monte Matterhorn, nos está hablando de los sueños incumplidos en lo que tienen de elementos de construcción del yo, y cuando, precisamente en “Materiales de construcción”, nos habla de de Elena, de Mercedes, de Isabel o de Paquita, amores de juventud, de las pasiones y decepciones sufridas con ellas, lo hace consciente de “(…) que allí yo iba a encontrar un día / los materiales para mi poesía”. Este poema, “Materiales de construcción”, inaugura además un tema, el del amor, que protagoniza la parte final del libro, en la que destaca, a mi modo de ver, “Literatura fantástica”, una decidida apuesta por el lirismo cotidiano del amor de andar por casa.
Salpicando el libro, desde el primer poema, en lo que tiene de evocación al canto, hasta el lúdico y atinado “Colofón” (“Mira si es poco sensato / este arte nuestro que para / que tú contemples tu cara / te ofrezco mi autorretrato”) aparecen referencias al propio quehacer poético, algunas, como “Ser o no ser”, con ese matiz irónico tan propio de Miguel D’Ors –muy amigo, por cierto, de hacer burla de sí mismo en sus poemas–, otras discretas, pero enormemente evocadoras y ricas en significado, como la mínima caligrafía que dibujan las huellas de gorrión sobre una acera nevada y que, para el poeta, “(…) de un modo misterioso / me hablaban de mí mismo, / de mis versos, no sé, de mi presencia / en el tiempo”.
Con la discreción de esas minúsculas huellas de pájaro el poeta va llenando las páginas del libro, de la elegante colección “Calle del Aire”, de versos aparentemente sencillos, medidos, comedidos, con un vocabulario cotidiano, sin imágenes intrincadas o jeroglíficas pero capaces, por sí solos, de enseñarnos inmensamente el mundo y de mostrarnos, también, con sus “(…) preguntas, / impaciencias, angustias y esperanzas”, nuestro propio rostro, versos que uno lee absolutamente encantado, maravillado por la sencilla riqueza del canto, con ganas, al terminar, de más poesía. Por esa razón, que estas moras, aunque tardías (léase, para entender el guiño, el poema titulado “Moras tardías”), no sean ni de lejos las últimas que nos permita disfrutar, en su otoño, este estupendo poeta.
Manzanas robadas
Miguel D’Ors
Renacimiento
14,90 euros
Publicado el 21 de abril de 2017