Es la invernada placentina. No molesta mucho aquí el frío cercano que, de vez en cuando, viene del norte. La Catedral no se enfría, permanece incólume, atemperada, aunque aparezca escalofriada cuando a la noche abandona su presencia ocre para teñirla de negro. El personal emboza sus gargantas en bufandas de colorines y se abriga con gabanes y chupas, vestimentas que se abren al mediodía a petición de cuerpos templados.
El invierno en Plasencia
Es una región de la España citerior y entremediada a la que apenas le alcanza la nieve y las heladas. Aquí suele medrar un tiempo gustoso, aunque en alguna ocasión la lluvia moleste a algunos, el viento a otros y el frescor ambiental enchape de rosa las caras de niños y mayores. Está claro, escribo sobre el clima y el costumbrismo de una población extremeña, es decir, de Plasencia, mi ciudad, mi pétrea y cálida amante. Añado otro pensamiento: aquí no se enfría el cariño por las personas, porque algunos corazones hierven de amistad, otros de amor, y uno se templa el corazón percibiéndolo todo. Es una estación en la que, entre grises, azules y almagre, la gente se suele cobijar al abrigo de la charla amistosa y del cariño monumental.
Vayan los lectores (si es que los tengo) a disculparme por este ensayo en forma de pliego romántico algo rebuscado que les estoy discursando, pero es que este foráneo siente que aquí el invierno es benévolo, casi tibio. Una mezcla de frescor mañanero y la calidez ciudadana que atempera cuerpos y calles a mediadas horas del día. Cuando a la tarde refresque y la noche nos enfríe, ya veremos. Que uno no es impasible, que es más caliente que tibio, que aquí se agradece mucho el clima templado y el ardor placentino.
Foto: A. Trulls
Publicado en febrero de 2017