
El pasado junio me tocó estar en uno de los salones de “Las Claras” presentando el libro “La Cueva de Boquique”, de Jaime Río-Miranda Alcón. Todavía era primavera pero el sol caía implacable sobre Plasencia, la ciudad que se mira en el Jerte y que dicen que el rey castellano Alfonso VIII la fundó (otros hablan de refundación) en 1186 “para el agrado de Dios y de los hombres” (“ut placeat Deo et hominibus”).

La presentación dio lugar a que ciertas butacas echaran humo y algún que otro relevante personaje placentino abandonó la sala. También hubo interrupciones. No es conveniente mentar la soga en casa del ahorcado. Pero la verdad es siempre revolucionaria; le duela a quien le duela. Las ciudades como Vetusta, cuyo cuerpo y alma tan bien captara Leopoldo García-Alas Ureña, aún siguen vivitas y coleando por nuestra geografía patria.

Con la cueva que no es cueva (no existe gruta alguna en el berrocoso corredor Béjar-Plasencia-Val de Xálima), sino, como bien dice mi buen amigo el arqueólogo Enrique Cerrillo Cuenca, “un hacinamiento de bloques graníticos”, me he vuelto a topar en los primeros días de este sombrío mes de noviembre. Con motivo de unas visitas al hospital de Plasencia, aproveché alguna que otra tarde para zancajear por la dehesa de Valcorchero y dejarme llevar por ese sexto sentido que impregna mis correrías etnoarqueológicas. No más de dos largas horas por el entorno de la Cueva de Boquique que se me colmaron de inéditos hallazgos y de irascible enojo al encenagárseme los ojos observando los peñascos pintarrajeados por graffiteros de tres al cuarto.

Cada vez vamos teniendo más claro que ese refugio rocoso no fue casa-habitación, sino un espacio sagrado destinado a rituales funerarios. Así también lo cree Enrique Cerrillo, el que publicara en EDAR (Arqueología y Patrimonio) aquel trabajo de “Reflejos del Neolítico Ibérico, la cerámica Boquique: caracteres, cronología y contexto”. Neolítico tardío en los estratos más antiguos (Nivel IIb) de las excavaciones que emprendería Almagro Gorbea en la década de los 70 del pasado siglo junto a la entrada actual y en otro área limítrofe a la pared del covacho: fragmentos cerámicos que nada o muy poco tenían que ver con la cerámica doméstica propia de las cabañas de aquella época. El poblado estaba en otra parte. Puede que hayamos dado con él, a tenor de las muchas molinetas barquiformes concentradas en un punto concreto de la dehesa, a no más de media docena de tiros de honda de la cueva.

Aquellos hombres del Neolítico (rastros hay también de otros períodos prehistóricos, que se alargan hasta el Bronce Final) dejaron muchas huellas aún por descubrir en el riscoso espacio adehesado de Valcorchero. Nosotros encontramos algunas a primeros del presente mes de noviembre: molinos naviformes o de vaivén, alisadores pétreos, molederas, insculturas en rocas plutónicas, cazoletas y algún grabado serpentiforme, morteros laboreados en la peña, fosos y trincheras, una pieza pétrea acorazonada y otras piedras laboreadas, dos yunques de granito fino fragmentados y un nuevo covacho con una pinta extraordinaria pero atiborrado de inmundicias (hasta se observaban preservativos y no de la prehistoria) y lleno de garabatos en su exterior, salidos de la inculta mano que carece de arte para manejar los sprays para el graffiti.

Obtuvimos las correspondientes fotos y, con el sol agonizando más allá de “El Berrocalillo” y persiguiéndonos las sombras de la noche, dejamos que todo siguiera en su sitio, tal y como había estado a lo largo de los siglos, regresando a nuestros cuarteles otoñales. Para otra ocasión, entraremos en más detalles.


Publicado: 13 de noviembre de 2016