
Una gran cantidad de gentes se desplazaron para arderse al sol, probar el antipático escozor de las medusas en las playas, abrasarse los pies para deglutir arroces pasados y beber cañas calientes. Otros buscaron la montaña, los bosques y el fresco del atardecer a la hora del vino, el jamón y algo de patatera. Todos ellos abandonaron por un tiempo sus trabajos y domicilios habituales para dedicarlos a la familia y a sus cuerpos, un cambiazo de vida, oiga. Mientras algunos investigan la sombra del pino, otros desafían a la intensa soleada que les tinta la piel de marrón.
Uno sabe que la amiga Eva se fue a veranear bien y acertadamente -repartiendo antes su cariño por Plasencia- y volvió todavía mejor a su despacho informático donde le esperaban con ganas los objetivos cifrados que debe alcanzar como si esos se trataran de un tour ciclista; es decir, llegando a meta y ganándolo todo, incluso hasta las flores bonitas. Ella ya va en cabeza y pronto, en su primera etapa postvacacional, consigue el maillot amarillo. Es una mujer guapa que tiene fondo, aguante y sprint, una campeona de la montaña, de lo abrupto y lo llano. Algunos me entienden, o deberían hacerlo.
A los demás ciudadanos placentinos bronceados que se han incorporado a la estupenda rutina diaria, el tono de piel se les empiezan a diluir a fuerza de grifo o ducha, oficina o taller, cafelito y churro. Todo a la sombra. Aún así, hacen gala de humor y ganas. Son gentes que mantienen la apostura aunque ahora ya les moleste el calor. Y es que en Plasencia no se deprime nadie aunque el sol se mantenga en su puesto, sin vacaciones, recalentando los cuerpos y tostando, entre otras, aquella muralla galisteña.
Fotografía de A. Trulls
Publicado en septiembre de 2016