
Cuando los empedrados de las calles y plazas de Plasencia se empeñan en abrasarte los pies y recalentarte el cuerpo, no hay mejor solución que la escapada hacia abajo. Es decir, ir a hacerle una larga visita -con estancia incluida- a la ribera del cercano río Jerte. Habitantes e invitados de esta ciudad tienden a dejarse caer por allí para intentar apagar el sofocón veraniego que provocan los enlosados y la proximidad del arte y la historia de esta ciudad.
Al cumplir dos tercios del recorrido descendente que te lleva a la Isla, uno se da cuenta de que va perdiendo algunos grados de temperatura, de que el cuerpo se agrada al refrescarse.
Viene mi querido viajero a Plasencia dos veces al año. Escasas y breves visitas para lo que uno desearía, porque él llega aquí como un reggae que me despabila la vida, como el Stir it Up con el que nos reanima Bob Marley.
Recién llegado, escapamos hacia el río. Allí puso ante mis ojos una nueva visión de aquel entorno que él me había traído envuelta en arte y frescura, peculiarmente distinta de la que yo guardaba con la brisa húmeda de la Isla.
Miró al cielo y extrajo la magia de su mochila en forma de cinco bolas rojas que puso a bailar entre las ramas de los árboles. Subían, bajaban y después volvían a subir más altas, más veloces y revoltosas, distrayendo el vuelo de los pájaros. Un arte difícil que sus manos y brazos hicieron tan sencillo como asombroso. Y así, de repente y por lo natural, Alejo creó un nuevo ambiente, la Isla placentina que por un momento fue la de los Malabares.
Texto y fotografías de Alfonso Trulls para su columna Impresiones de un foráneo
Publicado: 4 de Julio de 2016