Tras meses ejerciendo el necesario derecho al recuerdo y viviendo entre hojas de papel llenas de lágrimas de mil colores, siento la sensación del emigrante recién llegado a casa. He vuelto a ser niño y adolescente entre piedras y rincones de esta fortaleza inmensa que es Plasencia a la que debo la vida casi entera.
Termino así un proyecto que se hizo sueño posible, “El despiste de Dios” que soy yo mismo y desde el que no pretendo más que remover alguna conciencia y tirar del “distinto”.
¿Lo peor?, ya nada. ¿Lo mejor?, el tremendo orgullo de poder verlo nacer en casa, entre la sonrisa y el abrazo de los míos, entre la Plaza Mayor, la Catedral y San Esteban.
Estoy asustado pero sé que no estoy solo.