Entretenimiento, cultura, Historia y paisaje forman el entramado con el que el habitante de Plasencia o su visitante ocasional pueden rellenar su agenda del tal forma que no les quede tiempo para plantearse la acepción de la palabra aburrimiento.
Si uno se organiza medianamente bien el fin de semana y el tiempo libre que disponga los cinco días anteriores, puede acabar como erudito en aquello que se proponga, con los ojos rojos de tanto leer paisajes o harto de pasárselo bien retozando entre actividades divertidas.
Semanalmente, suelo poner mi atención en algún acontecimiento placentino sobre el cual rondan mis modestas y arrejuntadas palabras. El caso es que llega el día en que quiero y no puedo hablar de todo, de cienes de cosas, de aquello que veo y me deslumbra, de lo que cuentan y me enriquece, de Paredes Guillén, de la música del Jerte, del Divino, de la Plantagenet, del silencio catedralicio y también de unas risas bien echadas.
Para colmo, a uno le gustan unos pasteles de abundante nata melodiosa que se encuentra traslapada entre hojas de fino y crujiente hojaldre. Los he comido desde pequeño, anda que no han pasado años. Pues ahora me descubren que en Plasencia los hacen riquísimos, los compro a pares y los paladeo con deleite en buena compañía. A lo que voy es que esta ciudad se ofrece como un milhojas, capas crujientes que se saborean con dulzura; o sea, una pila de actividades placenteras a elegir, un montón de cosas hermosas que ver.
Y ya. A la semana que viene no me disiparé, les contaré algo concreto, se lo prometo.
Publicado: 11 de febrero de 2016