Después de la rutina veraniega dan ganas de picar, allanar, emplastecer la vista y pintarla de nuevo con un color más apagado, no menos vivo, solo un pelín ocre, más al gusto que nos apetece, el color del otoño. Ese tono que transforma semblantes y sentimientos, que ya conviene, que es demasiado estío el que dura, que el fulgor del verano fatiga y cabrillea la retina.
También se ambiciona dejar definitivamente algunas tonterías estivales y cambiarlas por audacias inauditas, más frescas y renovadoras, las ideales para otoñar.
El cuerpo pide desistir de esos días de tanto sol y calor, cambiarlos por algo de lluvia en el corazón, guardar el color para el alma y ver correr el agua sin peces ondeando en el rio, flotando inertes por asfixia.El Jerte pide blues, ese que le canto sintiendo, mirándolo.
Ya llega el tiempo de las salsas y los guisos, de las legumbres y la carrillera. Se cambia el frío blanco por el tinto extremeño, un vino templado que tiene más cuerpo, que alegra más.

Uno ya no se plantea las fotos colorines, ya las veo en tonos neutros, mejor almagres, el de las hojas caídas. Pronto haré fotos de la vida que me rodea, en blanco y negro, Plasencia brillante en sus calles aceradas con pátina de lluvia. Y tan feliz.
Publicado en octubre de 2015