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El arcángel Ferlosio

Leí hace algún tiempo, en un manual de Historia de la Filosofía, que en su origen, en la más temprana filosofía griega, la pregunta en torno al ser tenía más de lingüístico que de ontológico. Al parecer, según explicaba el autor, en la época en la que los griegos comenzaron a filosofar el verbo ser era lo suficientemente reciente y novedoso en la lenguaje –respecto a los verbos, más antiguos, que indican acción– como para provocar aún cierta extrañeza en el hablante y que, por ello, cuando los primeros pensadores se preguntaban por el ser no se referían tanto al origen y a la sustancia última de lo real, como a algo, al menos en apariencia, mucho más sencillo e inmediato, a qué queremos decir cuando afirmamos que algo es algo, cuando decimos que el cielo es azul, que un perro es un animal o que alguien es bueno.

No sé hasta qué punto esto será así, pero creo que es buen ejemplo de uno de los problemas a los que nos enfrentamos cuando tratamos de entender a los filósofos, sobre todo a los más antiguos, a los llamados presocráticos, la imposibilidad de ponernos en su piel, de mirar el mundo con sus ojos y entenderlo con su mente, a la que se suma, además, otra imposibilidad, la de dejar a un lado toda la filosofía posterior, que con tantos siglos de debates, interpretaciones y reinterpretaciones de lo ya dicho por otros nos hace perder perspectiva y olvidarnos de la esencialidad, del carácter en muchos casos elemental de aquel primer pensamiento.

A esta dificultad se añade la de que, por lo general, las ideas de esos primeros autores nos han llegado a través de fragmentos, lo que obliga a imaginar el resto, a deducir, a partir de lo que tenemos, todo lo que pudieron decir o pensar que no ha llegado hasta nosotros y que da pleno sentido a lo que sí tenemos, y esa labor, reiterada a lo largo de los siglos, y a menudo consistente en explotar al máximo todas las posibilidades de significación de las concretas palabras que, de aquellos pensadores, han llegado hasta nuestros días, acaba otorgando a sus fragmentos una condición oracular, casi sagrada, que quizá tenga, también, el efecto de hacernos creer que el autor decía, o sabía, mucho más de lo que sabía, decía o pensaba en realidad.

Todo esto viene a cuento de los llamados pecios de Rafael Sánchez Ferlosio, que Literatura Random House publicó hace algunos meses bajo el título de Campo de retamas, y viene a cuento porque, al leer los textos de Ferlosio, se me antojaba alguna semejanza con la de esas colecciones de fragmentos presocráticos que alguna vez hemos tenido que leer –o, como poco, hojear– para iniciarnos en Filosofía y a las que sus pecios me recordaban tanto por su carácter fragmentario como por el carácter único, inalcanzable de la mirada del autor.

ferlosioPor lo que respecta a ese carácter fragmentario, el diccionario de la Real Academia define pecio como “pedazo o fragmento de la nave que ha naufragado”, y, en este sentido, la contraportada de Campo de retamas nos aclara que se trataría del naufragio “de una voluntad que –por inconstancia, pereza, impotencia, o simplemente por una recalcitrante desconfianza hacia la ‘estúpida arrogancia del convencimiento’– ha desistido del esfuerzo superior de perseguir un razonamiento hasta sus últimas consecuencias, conformándose con su sola silueta, su simple amago o fragmento”, con lo que, más que los restos de un hundimiento, los textos de Ferlosio parecen piezas sueltas de una nave que no se ha llegado jamás a construir del todo. En este sentido, el pecio, como aquellos enigmáticos fragmentos de Filosofía antigua, a menudo nos deja con la miel en los labios y nos empuja a preguntarnos qué más hay, qué hay detrás o debajo o más allá de lo escrito, porque, por más que, a modo de prólogo, el autor aconseje desconfiar de los autores de pecios y del “fraude de la ‘profundidad’”, sabemos que detrás de esas frases o fragmentos sueltos hay un pensamiento sólido y bien trabado, más extenso y –con perdón del autor– aún más profundo de lo que parece ya a simple vista, y porque sabemos que el pecio –siguiendo con el cuestionado juego de lo hondo– es apenas la punta del iceberg, por más que sepamos que el resto submarino del monstruo de hielo, por inconstancia, pereza, impotencia o por esa recalcitrante desconfianza que mencionábamos antes, no ha llegado nunca a ser puesto por escrito.

En cuanto a la mirada de Ferlosio, siempre me ha gustado el breve texto autobiográfico con el que suele abrir sus libros, especialmente cuando se reconoce perezoso y cuando advierte que “su máximo título académico es el de bachiller” y que “habiéndolo emprendido todo por su sola afición, libre interés o propia y espontánea curiosidad, no se tiene a sí mismo por profesional de nada”. Si lo menciono es porque pone de manifiesto que el camino de Ferlosio ha transcurrido siempre al margen de escuelas, universidades o academias, con lo que su punto de vista es, por necesidad, heterodoxo, y porque esa heterodoxia y esa “espontánea curiosidad” que ha guiado siempre sus empresas tienen, a mi modo de ver, algo –salvando, obviamente, la mucha distancia– de presocrático, en la medida en que lo llevan a enfrentarse al mundo con una mirada limpia, nueva, despojada, aunque esté apoyada siempre, eso sí, en el amplio bagaje de lecturas que su “libre interés”, fuera de cualquier programa oficial de estudio, le haya ido proponiendo a lo largo de los años.

Sé que en más de una ocasión a Ferlosio le han reprochado su poco ortodoxa forma de razonar, e imagino –y digo “imagino” porque ni mis conocimientos ni mi capacidad de razonar dan para tanto– que en más de una ocasión sus conclusiones no serán acertadas, pues a veces sí que he tenido la impresión, no tanto al leer los pecios como alguno de sus ensayos, de que llegaba a esas conclusiones siguiendo una suerte de –maravillosa– cuenta de la vieja, pero les aseguro que, al margen de sus aciertos o desaciertos y del carácter dudoso o atinado de su lógica, siempre es un enorme placer leerle, en primer lugar porque escribe como los ángeles –o como los arcángeles, si es que ángeles y arcángeles escriben–, y porque además sus textos, afilados y certeros, acaban siempre dando qué pensar, y, como muestra, para terminar y para que se animen a leerlo, les dejo el pecio “Reificación”, que me temo que mucho tiene que ver con ciertas cosas que están pasando: “Las asociaciones humanas, filantrópicas o no, se fundan casi siempre con fines sinceros (y digo «casi» porque a veces responden a pura vanidad), pero en el momento en que se instituyen «orgánicamente», como suele decirse, empieza su proceso de «objetivación»; se organizan para regular su actividad, su continuación, su perduración. Cuanto más organizadas, más eficaces son, en efecto, en perdurar, hasta que el mero perdurar se vuelve aceleradamente su único fin: son ya puros objetos de vida autónoma y eterna, despojados de toda subjetividad. Son como una especie de nadas especializadas, diferenciadas, autosuficientes, rumorosas, borbolleantes. Su abundancia suele emplearse por criterio para juzgar la «vitalidad» de una comunidad humana o una ciudad”.

Campo de retamas

Rafael Sánchez Ferlosio

Literatura Random House

15,90 euros

Publicado: 26 de junio de 2015

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