Cerca de Villar de Plasencia vivía un hombre de esos al que los niños tienen miedo y los mayores lo tachan de “raro” por su aspecto físico. Le faltaba un ojo a causa de un incendio que sufrió, mientras dormía, en el chozo en el que habitaba. Su rostro estaba desfigurado y su voz rasgada, pues el fuego también dañó sus cuerdas vocales. Quizá por el rechazo de la gente decidió quedarse allí, en medio del campo, alejado de todo.
Lo llamaban en Villar “el quemao”
Su llegada al pueblo venía precedida por el sonido de las herraduras de su caballo por las calles (antes) empedradas. Apenas se relacionaba con los vecinos. Cuando los visitaba era por cuestiones alimenticias. Él cambiaba sus productos elaborados artesanalmente, por otros que le eran imposibles de conseguir en su lugar de residencia.
Era amable y su mirada, su única mirada, era la de un hombre tranquilo.
Su vida fue un misterio. Lo único que se sabía de él era el lugar exacto donde se ubicaba su chozo y el camino que hacía cada vez que tenía que ir a Villar.
Fueron numerosas las veces que pasó por este puente, que fue construido en 1792 y aún se conserva así, junto al abrevadero. Está ubicado a la entrada del pueblo, muy cercano a la antigua cañada real.
Era su única vía de contacto con el otro mundo, ajeno totalmente al suyo. Un día desapareció para siempre, pero cuando se pasa por ese puente se recuerdan sus historias y se describe su existencia a los que no le conocieron.