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Los Empalaos bajo la mirada ajena

Pocos ritos sobrecogen tanto como Los Empalaos de Valverde de la Vera. El Jueves Santo, a medianoche, salen de distintos puntos de Valverde de la Vera hombres vestidos con una saya blanca de la cintura a los tobillos, el torso rodeado de cuerda gruesa y atados sus brazos en cruz a un largo palo de madera. Van coronados de espinas sobre un velo blanco y unas espadas cruzan su espalda.  Los empalados caminan rápido, descalzos por las calles del pueblo, de su cruz cuelgan también unos eslabones de cadena que anuncian sus pasos en un silencio que se impone en Valverde, las casas totalmente cerradas y apagadas, todo el pueblo entregado a este rito cuyos orígenes se pierden en la historia.

PLANVE EMPALADOS 3

Los empalaos realizan su viacrucis particular, no hay recorrido establecido, solo se sabe que se acercarán a cada una de las cruces que se han dispuesto en el pueblo y allí se arrodillarán, con una devoción intimidante ante los ojos de miles de curiosos llegados de todas partes. Se trata de un rito singular, anónimo, a los empalaos los acompañan sus gente más cercana, detrás o iluminando sus pasos con linternas, nadie sabe quiénes son, no hay fiestas ni homenajes ni vítores.

Las mujeres también realizan el viacrucis, pero vestidas con una tela morada, descalzas y coronadas de espina, las acompaña otra mujer, detrás, con un farolito y una tela de tenues rayas tapando su cuerpo. La penitente carga con una cruz de madera y hace el mismo recorrido que los empalaos, de cruz en cruz.

El silencio interrumpido solo por el sonido de las cadenas cuando se acerca un empalao es totalmente fascinante. Y más aún cuando dos empalaos se cruzan, porque en ese momento se arrodillan uno frente al otro en señal de respeto. A través del velo en los rostros se evidencia la concentración y en ocasiones el sufrimiento al volver a levantarse con ese pesado tronco en los brazo totalmente inmovilizados, una especie de trance los domina. Lo mismo hacen las mujeres cuando se cruzan con un empalao o entre ellas, arrodillarse en señal de respeto.

Al finalizar el recorrido cada penitente regresa al lugar de donde salió, allí los suyos le socorrerán y ayudarán a desatar las sogas, le darán friegas y la ayuda necesaria para superar físicamente este duro trance que él ha escogido superar. Es un acto de fe, una tradición que asombra ante la superficialidad y terrenidad de nuestros días.

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