No hacía falta decir “Ábrete Sésamo” para penetrar en un universo mágico donde las horas pasaban entre cerveza y cerveza, conversación agradable y ganas de arreglar el mundo. Las Cuevas eran lugar de encuentro, garito de contubernios, rincón de anhelos y hogar de ilusiones. Allí no era difícil hallar oportunidades para aprender de la experiencia o invenciones para imaginarla, ni hallar montañeros audaces, escritores ebrios de letras, políticos deseosos de revoluciones y adolescentes ávidos de amor entre las discretas tinajas de sus rincones. Tal vez por eso no era extraño embarcarse en cualquier galeón, sin astrolabios ni sextantes, con rumbo a lo desconocido –a veces lo prohibido- en cualquiera de los mundos de la naturaleza humana.
Añoro con nostalgia las reuniones con Felipe, Manolo y Miguel –tras descocadas cervezas- en las que nació bajo aquellos muros el Colectivo Alimoche, para enseñar a través de diapositivas las maravillas de Monfragüe, La Vera, el Ambroz o el Jerte. No sin gracia, cuando nos preguntaban si teníamos local donde reunirnos, dábamos la dirección de la casa de Fernando. Porque Las Cuevas jamás hubieran sido lo que fueron sin Fernando Castro. Adalid de sueños libertarios, mesonero de ideas clandestinas, tabernero de cultura y alcohol, escondiendo secretos y nostalgias tras unos ojos claros, un bigote impenitente, una barriga con personalidad y una sonrisa eterna.
Las Cuevas de Fernando Castro eran parte incuestionable de nuestras vidas. Allí se dilataban las horas de los sentimientos y el alcohol daba al encuentro identidad de camaradería, facilitando el intercambio de pareceres, las confrontaciones sin sangre o el amor en estado puro, hasta que avanzada la noche, era necesario emerger del abismo de las maravillas para volver a la vida cotidiana.
Ni que decirse tiene que añoro aquella felicidad de tiempos sin reloj y horas sin despertadores, inmersos en los confines de la tierra, frente al sonriente Fernando, trasegando vino y cerveza mientras esperabas que bajara a aquel ultramundo el rostro más deseado de tu vida. Creo que la mayor grandeza de un lugar es las historias que esconde, por eso nadie puede poner en duda el inmenso valor de aquellas Cuevas.
Y si tuviera la oportunidad de decirle al oído a Fernando Castro una sola palabra por los inolvidables momentos de mi vida y la de tantos otros en Las Cuevas que creó y a las que dio alma, una sola palabra que pudiera resumir tantas noches de amor en aquellas tinajas, tantos encuentros con amigos, tantos anhelos y pretensiones culturales, tantos y tantos y tantos y tantos…, le diría: gracias. Porque todo lo demás queda en la memoria de los que tuvimos el privilegio de vivirlo.
Foto de familia, de Juan Monge, en el homenaje popular a Las Cuevas de Fernando por el 50 aniversario del local que fue todo un símbolo de la movida placentina bajo el descriptivo nombre de Yo también fui feliz en las Cuevas de Fernando