Hola amigos y amigas, en estos breves artículos de opinión intentaré transcribir todo aquello que mi codiciosa mirada atrape. Inauguro la sección con algo profundamente arraigado a nuestro ser y a nuestra tierra. La matanza.
Enero, puntual e implacable, visita nuestras tierras extremeñas con su frío manto para convertir la hierba en escarcha, para recordar al campesino el valor de la leña seca. Bajo la niebla, hay gorriones desentumeciendo su plumaje en lo alto de las nuevas encinas y los viejos alcornoques, mulas pardas en las yermas sementeras buscan el abrigo del amanecer, y en medio de la bruma en una vereda, el vigilante perro pastor acompaña fielmente a su amo por si le falla el cayado. En este tiempo, en estas tierras de sueño y necesidad, llega el misticismo de la costumbre y la herencia. Es época de la matanza. Un ritual atávico, que poco ha cambiado desde que el hombre es hombre. Las familias se reúnen para dar muerte al cerdo y celebrar así el ciclo de la vida. Pues la carne de ese animal habrá de alimentar por igual a hijos, padres y abuelos. Esta sagrada y necesaria costumbre permite a muchas personas sobrevivir dignamente durante todo el año. Aunque la matanza es algo más que un avituallamiento para la despensa. Cuando la familia se reúne en torno a una mesa y bajo el crepitar de la hoguera (sonido del latir de nuestra especie), se hacen de forma artesanal, chorizos, morcillas, lomos, risas, reencuentros, anécdotas… Se estrechan lazos, dando continuidad a la memoria, pues se enseña a los hijos, aquello que los padres aprendieron de los abuelos. Aquí, en Extremadura, cuando llega el invierno, es hora de meter las manos en las entrañas de nuestras tradiciones más solemnes.
Publicado: 7 enero 2015