Puede que el viajero curioso desdoble el detallado mapa que guarda en su mochila yrecorriendo el dedo por los términos de Santibáñez el Bajo, se pare en el topónimo “San Albín”. Bien merece la pena que se patee esos minifundios que llevan nombres tan sonoros como “Cabeza del Moru”, “Madri del Agua” o “Peña Ehcrita”. No dejará de dar patadas a viejos fragmentos cerámicos en media legua de la antigua Roma, a la redonda.
En aquellos pagos se levantó la ermita de San Albín, que puede que fuera de estilo visigodo y, con toda seguridad, un templo que, en sus orígenes, acogería a alguna deidad indígena o romana. Resulta tremendamente curioso que, en los documentos antiguos, se hable de que la ermita está puesta bajo la advocación de San Albín, como protector de las viñas. Y viñedos debió haber muchas por estas partes, que aún se mantiene el topónimo “Lah Víñah” en los predios más minifundistas del lugar, inmediatos a la ermita. Incluso la diminuta talla del santo, que parece ser que se encuentra arrumbada detrás de un altar de la iglesia parroquial, lleva en sus manos un racimo de uvas. Hasta el primer tercio del siglo XIX se celebraba en los campos que rodeaban a la ermita una alegre romería. Luego, los terrenos fueron desamortizados y el templo devino en un montón de ruinas.
Ara funeraria
No quedan ni cimientos de la ermita. Pero el viajero puede observar perfectamente muchos de los enormes sillares que formaron parte de la misma embutidos en los muros que delimitan las fincas, medio camuflados entre zarzas y matas de roble. La mitología se adentra por estos parajes, donde la huella prehistórica y romana es más que patente. Y desdentadas bocas hablan del toro que aparece la mañana de San Juan echando baba por la boca, o de aquel otro cornúpeta de oro que yace escondido entre los veneros acuosos de una vieja noria de cigüeñal. Y por la “Juenti la Bellota”, vuelve la mágica noche de San Juan, con sus “Encántuh” (seres mitológicos) como eternos guardianes de aquellos mundos telúricos.
En un pequeño olivar, lindero con el prado donde estuvo la ermita, sacó cierto día, con su tractor, un ara funeraria el vecino Alejandro Barroso Caletrío. Era de mármol, importando de dios sabe dónde y debía pertenecer a un enterramiento de gente adinerada. Allí aparecía inscrito el nombre de “Albinus”, que tanta similitud tiene con Albín. La lápida fue recogida por José Antonio Gutiérrez Sánchez, que, posteriormente, se la entregó a Juan Fenollera Gutiérrez, como salvaguarda y conservador de la misma, esperando que un día pudiera ser depositada en un museo de identidad o en un aula arqueológica que se erigiera en la localidad.
Pero no hace muchas lunas el ara funeraria cayó en manos de Teófilo Marcial Hernández del Río, oriundo del pueblo zamorano de Fuentesaúco y que era, a la sazón, alcalde del pueblo. Y éste no tuvo otra ocurrencia que llevársela a Cáceres, tal y como hacían, según refieren algunos paisanos, los viejos mandamases locales, que les regalaban un jamón al gobernador para obtener estos o aquellos favores. Cuando todos contaban que la lápida, como parte de la historia del pueblo, quedaría contextualizada en el mismo (provisionalmente, dentro del consistorio, en la correspondiente vitrina), voló para otras latitudes y, ahora, el viajero, si quiere verla y estudiarla, tendrá que hacerse un montón de leguas romanas más, ya que largas y desarraigadas manos la sacaron de su natural contexto y sin permiso de sus dueños.
No obstante, el viajero puede disfrutar sumergiéndose entre aquellos paisajes, donde el granito se besa con la pizarra y los retorcidos olivos hacen frontera con los tupidos encinares y las peñas caballeras. Pero esto ya será objeto de otra crónica.
Publicado: 20 noviembre 2014