Existe un fenómeno meteorológico, adverso para la mayoría, que nos sorprende durante la estación del verano: las tormentas. Aunque es un prodigio de la madre naturaleza conocido por todos,es ahora, durante la época seca, cuando más beligerancia presenta.
La mayoría de las veces nos pilla por sorpresa, disfrutando de una tarde de baño, en plena siesta, o durante la noche, entre charangas y verbenas en las fiestas del pueblo.
Aunque las más habituales se producen durante la tarde, o al ocaso del día, suelen ser así de impredecibles, o quizás, no tanto. Hay señales muy claras que preceden a la llegada de la tempestad y casi siempre suele ser un calor excesivo, una subida considerable de las temperaturas, y mucha humedad. Lo que en tierras extremeñas denominamos bochorno, y que en algunas comarcas cacereñas, como sucede en el Valle del Alagón, se le conoce con el sobrenombre de “democión”.
Ese cielo con un tono anaranjado que por momentos se torna a grisáceo y donde no se divisan ni pájaros ni nubes. Ese ambiente pesado que casi impide respirar. Esa presión atmosférica que incluso nos levanta jaqueca. Ese viento huracanado que adquiere velocidades casi sobrenaturales. Ese desplome de los mercurios… Son los signos ineludibles de que la tormenta va a estallar.
La explicación científica corrobora que el calor que se genera en verano se transmite al aire, se calienta, se hace más ligero, sube y se enfría. Esa masa de aire caliente viene cargada de humedad pero como el aire frío no es capaz de retener la humedad, se desprende de ella en forma de lluvia.
Para más inri, y cuando el cielo se ha convertido en las tierras de Mordor que imaginó Tolkien en El señor de los anillos, aparecen relámpagos y truenos: un llamativo y escandaloso aparato eléctrico que despierta miedos ocultos y temblores.
Un proceso progresivo que desata la tempestad y que conlleva al estallido. A partir de aquí puede ocurrir de todo: lluvia, granizo, rachas de viento y oscuridad absoluta. La mayoría de las veces suele ser una tormenta “pasajera”, pasa la nube, descarga su ira en forma de goterones y en 10 minutos, a lo sumo, el viento huracanado desplaza al nubarrón y vuelve a lucir el sol. Otras veces, son mucho más duraderas y agresivas y las gotas de agua se transforman en granizos y pedrisco.
Afortunadamente, después de la tormenta, siempre llega la calma y la humedad que se ha calado en el secarral desata otro torbellino, pero en este caso de olores: la tierra mojada nos trasporta a otros tiempos: al otoño, al invierno, a la primavera… en definitiva, a las lluvias, que aunque nos cueste reconocerlo, empezamos a echarlas de menos.
Publicado: 19 agosto 2014