(Si el viajero que se desplaza por ciertas comarcas de las tierras extremeñas se encuentra en alguna ocasión con un músico tamborilero, tal vez le sirvan, en cierto modo, las siguientes reflexiones. Bueno sería que les diera cobijo en su mochila).
Eran, sin lugar a dudas, los dioses de la música por nuestras villas y lugares. Recuerdo, emocionado, a Ti Luis Martín Domínguez, a quien le venía que ni pintiparado el apodo de “Bulla”, como era motejado en el lugar. En cuanto echaba a rodar con motivo de alguna fiesta, llenando de antiguos y alegres sones las calles y plazuelas, nosotros, la chiquillería, íbamos detrás de él, batiendo palmas y lanzando “rejínchuh”. Y como Ti Luis, tantos y tantos tamborileros a los que quise y estuve muy unido (y sigo estando) y a los que, coordinando la Corrobla Folklórica y Etnográfica “Estampas Jurdanas”, embarqué, rompiendo nuestras fronteras aldeanas, por los más dispares puntos de la geografía hispana y portuguesa.
Dioses de la música que, a lo largo de los siglos, divirtieron al pueblo llano en todo tipo de manifestaciones donde la jarana era señora y dueña. Rústicos campesinos pero con el corazón de oro que, cuidando ovejas o cabras, aprendieron a tañer la flauta, que otros le dicen “gaita”, y a marcar rítmicos golpes en el parche del tamboril. No solo fueron (y son) los conservadores y mantenedores del folklore de auténtico cuño popular, sino todo un arca ambulante de cultura oral, que ser tamborilero es llevar aparejado un hondo cajón donde se arremolina el cuento tradicional con el picaresco chascarrillo, el rosario de “acertajónih” (adivinanzas) con arcaicas fórmulas y ensalmos, el mágico texto legendario con los saberes de la vida antigua… Genio y figura. Imprescindibles en otros tiempos por nuestros núcleos rurales, pero últimamente en declive por falta de conciencia clara y de haber perdido el rumbo por parte de muchos de los que, en esta tierra de encinas centenarias, llevan las riendas de nuestros festejos.
José Ramón Cid Cebrián, Ángel Domínguez Morcillo, Juanma Sánchez Manzano, Alberto Jambrina Leal, Miguel Manzano Alonso… y otros buenos amigos y preclaros investigadores del mundo de la gaita y el tamboril saben pero que muy mucho de lo que representa la entrañable figura del tamborilero. Y hartos están de avisar que los pueblos y comarcas que se los dejen perder, no remozando su memoria, cometerán grave atentado contra sus propias raíces y sus referencias socioculturales y etnomusicológicas. En otras partes, los cuidan y los miman y forman parte de cualquier manifestación institucional. He ahí el ejemplo de esos tamborileros que se llaman txistularis en el País Vasco, flabiolaires en Cataluña, sonadors en Ibiza, o esa Diputación Provincial de Salamanca que crea talleres de gaita charra y tamboril a lo largo y ancho de toda la provincia.
Lamentablemente, muchos de nuestros alcaldes y concejales de festejos, ignorantes de lo que significa contar con esta figura, con cientos de siglos a sus espaldas y representada en importantes iconografías de famosas catedrales y de otras instituciones sacras y profanas, se están cargando nuestros más genuinos valores folklóricos. Pagar con el dinero de todos a una charanga para que toque en una procesión, ejecute los pasacalles del alborear o se pasee bajo las encinas en una romería, marginando a los tamborileros, es no saber dónde se tiene la mano derecha. Ni la izquierda. Menos puñados de euros para las orquestas verbeneras y más ayudas y espaldarazos para los humildes pero egregios tamborileros.
Publicado: 10 agosto 2014