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Las distancias y los mayores contemporáneos

La próxima semana mi hijo será mayor de edad y al día siguiente, mi abuela cumpliría años. Mi abuela venezolana, porque mi abuela española sigue viviendo en un país que se derrumba, soñando con los melocotones españoles, que aquí se han tirado a la basura para que no bajen de precio. Así es la vida de irónica y así son de crueles las distancias.

Y traigo a mis abuelas a estas páginas porque pienso en ellas muchas veces cuando camino por estas calles antiguas y veo tanta gente mayor disfrutando de la vida. En el país del que vengo, que se parece (o parecía) a muchos países de su entorno, la gente mayor está destinada a meterse en su casa y esperar que vengan a verla. Es cierto que son lugares con más dependencia familiar, así que generalmente los abuelos no están solos, pero tampoco son libres.

Una noche, hace poco más de una semana, estaba tomando algo en las mesas de un bar a las afueras de la catedral de Plasencia. Era de noche, corría brisa y el lugar tenía una magia impresionante. Aquella enorme construcción apuntando al cielo con sus agujas de piedra. Su fachada, entre magnífica y decadente, mostraba la tristeza de sus hornacinas carentes de santos, los pequeños brotes de plantas haciéndose un sitio entre las grietas y los detalles de las paredes.

Justo cuando contemplaba toda esa imagen -la catedral, las cadenas que dicen que vinieron de la mismísima Navas de Tolosa y la Casa del Deán y sus ventanas de distintos tamaños adaptadas al desnivel de la plaza con naranjos- se abrió la puerta del templo y salieron muy animadas un montón de señoras llenas de años, con sus trajes de verano con chaqueta y su bolsito colgando del brazo. Eran muchas, alguna apretaba con fuerza el brazo de un marido y tras ellas salieron un par de curas; todos se despidieron a la puerta de la catedral, algunos elegantemente, otros con tono divertido y empezaron a alejarse de allí en pequeños grupos. Caí en cuenta entonces que ese día terminaba la novena de la Virgen de la Asunción, y que al día siguiente cerrarían de nuevo el altar churrigueresco para no abrirlo hasta el próximo año.

En ese momento pensé en mi abuela venezolana y en su línea directa con los santos. A mi abuela recurríamos todos sus nietos, le dábamos la lista de exámenes que teníamos en el colegio y luego en la universidad y ella se encargaba de “poner a estudiar a los santos”, aunque nosotros teníamos que hacer nuestra parte. Pensé en ella y en cómo le hubiera gustado una estampita de esta virgen placentina o de la Virgen del Puerto, que me parece tan humana amamantando al niño.

A mi abuela no le gustaba salir de su casa, sin embargo tenía una mente abierta y tolerante que asombraba a más de uno. Sabía hacer cocimientos con plantas naturales que eran capaces de curar, a veces, hasta lo que parecía incurable. Siempre he dicho que en otra época y en otro lugar, a mi abuela la hubieran considerado santa o la hubieran quemado en la hoguera por bruja.

 

Pensaba en ella, y en lo bueno que es envejecer en un sitio donde nadie tiene prejuicio ante el hecho de que los mayores estudien, llenen los festivales de música con su presencia y también las terrazas mientras se beben una caña y charlan con sus amigos. Aunque debo confesar que la imagen de mi abuela siempre en casa esperando por nosotros, me llena de una fascinación egoísta.

Recuerdo también que ese día frente a la catedral dije “hace aire de playa”, ese aire que siento a veces los domingos de verano, muy temprano, cuando tomo café y me asomo a la ventana y todo huele a mar caribe. Son esos momentos cuando las distancias me parecen mucho más cortas y, especialmente, mucho menos crueles.

“Mi abuela nunca aprendió lo que es la geometría, pero una arepa en sus manos redondita le salía.” (Gualberto Ibarreto)

Agosto 2014

 

 

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