La primera vez que escuché su nombre: Galisteo, me sonó a fiesta. Acababa de llegar a Extremadura y me hablaron de un pueblo muy pequeño rodeado de una muralla de construcción árabe y muy cerca de Plasencia. No dudamos en conocerlo. Lo distinguimos desde la carretera, allí en lo alto de una loma, rodeado por su gruesa muralla hecha de piedras lisas y redondas tomadas seguramente de la orilla del Jerte, que discurre a sus pies.
He vuelto muchas veces a Galisteo, siempre rodeada de gente, amigos que vienen a visitarnos y a hacer turismo por estas tierras, sin embargo, hace pocas semanas, cuando ya se presentía el verano, pero aún las flores de la primavera se erguían hermosas en el campo, fui en una visita solitaria a Galisteo y creo que algo pasaba justamente esa tarde, porque el pueblo me conmovió como nunca. No había nadie en sus calles, las ventanas y las puertas cerradas no dejaban escapar una conversación, ni siquiera el reflejo azul de los televisores traspasaba las persianas. Hacía calor y las golondrinas, alborotadas, iban una y otra vez hasta sus nidos colgados en las altas puertas de la muralla, donde los pichones esperaban con sus bocas abiertas y sus chillidos. Di la vuelta al pueblo en torno a la muralla y sólo se escuchaba, además de los pájaros, algún coche solitario por la autovía y el río bajando entre las piedras junto a los chopos. Supuse que podría escribir un cuento de suspenso que ocurriera en aquel solitario paisaje –ya una vez vi en Galisteo a Nosferatu, pero esa es otra historia– cuando de pronto una familia, padres, hijos, algún tío y dos abuelos, aparecieron entre las piedras y rompieron con risas y conversaciones el silencio del paseo. Supongo que la siesta se acababa, así que decidí fotografiar un banco solitario como prueba de esa tarde de domingo en Galisteo.
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