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Matar a un sinsonte

Cuando, hace ya bastantes meses, los suplementos culturales anunciaron a bombo y platillo la publicación de un nuevo libro de Harper Lee, Ve y pon un centinela, que venía ser una especie de versión primitiva de Matar a un ruiseñor, la novela que le dio fama mundial, puesto que las críticas hacían más bien desaconsejable la lectura de la nueva entrega -a todas luces una descarada operación comercial-, me entraron ganas de leer, en su lugar, la novela que dio pie a la película de Robert Mulligan, que ya debía de haber visto yo, por entonces, dos o tres veces.

sinsonteLo primero que me llamó la atención, cuando llevaba ya leídas unas cuantas páginas, es que yo -que, lo reconozco, tengo una memoria fatal- recordaba Matar a un ruiseñor como una película, digamos, judicial, cuando lo que tenía entre manos venía a ser eso que solemos denominar una novela de formación. Las páginas iban pasando y del juicio a Tom Robinson, el negro acusado de haber violado a una mujer blanca, parecía no decirse nada, mientras que lo que se iba desarrollando ante mis ojos de lector era una narración de pequeñas peripecias infantiles protagonizadas, fundamentalmente, por Jem y Scout Finch y su vecino Dill, y que me recordaban, supongo que también por el ambiente sureño, a clásicos juveniles como Tom Sawyer o Las aventuras de Huckleberry Finn. Obviamente, el juicio acabó por llegar, cuando llevaba leído algo más de un tercio de la novela, pero hasta entonces, lo que Harper Lee había venido haciendo era abrir cada vez más el enfoque, de forma muy sutil, siguiendo el lento ritmo al que la protagonista, Scout Finch, va abriendo los ojos al mundo que le rodea, y el mundo que le rodea es el del condado de Maycomb en los años posteriores a la gran depresión, un lugar y un tiempo en los que habita una sociedad empobrecida, cerrada en sí misma, enormemente racista, que aún añora el esplendor anterior a la Guerra de Secesión y que no duda en condenar a un inocente tan solo porque un negro no puede poner en entredicho la palabra de un hombre blanco.

No me quedó más remedio, después de terminar el libro, que ver otra vez la película, y descubrí que tenía y no tenía razón. Tenía razón porque, efectivamente, la película de Mulligan se centra más en el proceso a Tom Robinson (no olvidemos que es del año 1962, en mitad del movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos), manteniendo, por ejemplo, íntegra la intensa escena del juicio, y, a cambio, pasa un poco por alto, imagino que por razones de economía narrativa, los episodios anteriores y posteriores a ese bloque central, los que cuentan con detalle el lento despertar a la vida de Scout Finch, descartando unos y resumiendo otros. Sin embargo -de ahí por qué no tenía del todo razón-, el despertar de Scout sigue estando ahí, en la película, magníficamente condensado en las miradas, en las preguntas y en los silencios de Jem y Scout, y, sobre todo, en la hermosa escena final en que la niña, un poco al modo del Frankenstein clásico de James Whale, se encuentra con su vecino, Boo Radley y lo conduce hasta casa, el bildungsroman está ahí, sólo que contado de una forma más plástica y más concisa, haciendo de Matar a un ruiseñor una película que no sólo nos habla de juicios y de racismo.

No me pregunten, por lo tanto, como es tan frecuente, que qué prefiero, si el libro o la película. Me quedo con los dos, incluso con las pequeñas trampas de cada uno, y me quedo con los dos juntos, porque comparándolos, preguntándose por el por qué de ciertas decisiones narrativas, de cómo dar vueltas para llegar al mismo sitio, o a lugares parecidos, uno puede aprender bastante sobre el lenguaje del Cine y sobre el de la Literatura. De lo que no esperen que les dé una opinión es de Ve y pon un centinela. Si alguien la ha leído, que nos cuente.

Matar a un ruiseñor

Harper Lee

HarperCollins

14,90 euros

Disponible en la Biblioteca Municipal de Plasencia

Publicado el 24 de febrero de 2017

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