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Una joya extremeña para mirar al Cielo

A veces lo evidente ha de ser destacado pese a ser evidente. O precisamente por eso: por ser evidente. Es el caso de la sin par sacristía del Monasterio de Guadalupe. Un divino rincón cromático en el que la belleza campa a sus anchas hasta hacer mella en los ojos. Para bien. Porque los abre a un mundo exquisito que parece carecer de límites.

La última vez que visité ese precioso rincón de Extremadura lo hice acompañado por seres muy queridos. Algunos de ellos ya no están entre nosotros. Y los imagino allí detenidos, viendo asombrados los cuadros cargados de misticismo de Francisco de Zurbarán, embozados en su fuerza visual, impregnados del color endiablado de una sala divina en la que elevarse a los cielos parece posible. Me gusta pensarlos allí. Serenamente felices.

El Monasterio de Guadalupe, más allá de su imponente dimensión que se divisa como una ciudad de piedra desde lo alto del camino, encierra un valor simbólico indudable que se desarrolló a través de los siglos y sus diversos gustos artísticos, con sus claustros -especialmente icónico y bello el mudéjar con su conocido templete y la galería de los milagros-, con su acceso principal marcado por esa escalinata en pos de una fachada gótica imponente o con la increíble estancia que supone dormir en su hospedería. Impagable amanecer en ella en silencio en el frío invierno.

 Pero dentro de toda esta exposición a la espiritualidad de antaño hay una joya del siglo XVII que se eleva por encima de todas: la sacristía.

guadalupe planvex

Belleza en estado puro

 La sacristía. Éste es mi rincón favorito, un rincón aparentemente estático que destila vida. Es pura humanidad elevada a los cielos, vida monástica pero en el fondo vida.

 Los colores vivos de sus frescos, las pinceladas geniales de sus cuadros, esos zurbaranes que te llenan el alma de bondades, el espacio diáfano, expedito, perfectamente trazado a partir de su planta de orden toscano y de sus cinco bóvedas de medio punto que desembocan en la capilla de San Jerónimo.

 Luz y color a raudales. Nunca excesiva, porque la buena luz nunca resulta excesiva. “La Capilla Sixtina española” hace honor a su sobrenombre. Mármoles, espejo, jaspe, lienzos, arte a mansalva con un orden monástico preciso que invita a la contemplación armónica del mundo.

 Un mobiliario preciso que no se lleva la mirada de los muros y bóvedas amorosamente pintados. Y ese espacio perfectamente definido: 28 metros de largo, 7,5 de ancho, 12 de alto. Aire embolsado en 2.520 metros cúbicos de espiritualidad.

 Lo mejor de Zurbarán en pictórica eclosión. Las visiones de Fray Pedro de Salamanca y Fray Andrés de Salmerón, las tentaciones de Fray Diego de Orgaz, la vida religiosa del Padre Cabañuelas… todo hasta llegar a la guinda: esa impetuosa Apoteosis de San Jerónimo. El trance definitivo.

 Es al salir de la gran sala cuando uno se da cuenta de que los ojos se le han llenado de luz y que fuera de ella el mundo es más gris, como si la Gracia quedara a la espalda de nuestro camino, como si hubiéramos dejado atrás un rayo de vida, tal vez monástica, pero Vida con mayúsculas. De la que no se olvida.

Publicado: 13 de enero de 2016

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