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Juan Ramón Santos presentó el libro de Víctor Peña

Juan Ramón Santos nos ha hecho llegar el texto que leyó en la Sala Verdugo de Plasencia, el sábado 31 de enero, con motivo de la presentación del libro La huida hacia delante de Víctor Peña Dacosta. Y aquí está para disfrute de todos.

Conocí a Víctor Peña Dacosta hará ya cerca de quince años en el taller literario de Gonzalo Hidalgo Bayal en la Universidad Popular.

Allí se reunía gente cuyos intereses gravitaban, de manera diversa, a menudo difusa, en torno a la escritura, o, de forma más genérica, alrededor de los libros, y si los intereses eran dispersos, más distantes aún lo eran las edades, que iban desde los sesenta y cinco años que debía de rondar por entonces Emilio Antero, el más veterano del grupo -al menos, del primer grupo- hasta los dieciséis del más joven, que era, como seguramente ya hayan podido imaginar ustedes, nuestro poeta de hoy, Víctor Peña. Del Víctor de aquella época recuerdo un relato futbolístico que dio no poco que hablar en las reuniones , además de otros dos relatos, “Ejecución” y “Dos amigos”, publicados en las antologías de 2001 y 2002 de la Red Regional de Talleres Literarios. Lo saco a relucir porque Víctor era entonces, para nosotros, un jovencísimo narrador, sorprendente por su temprana facilidad para narrar, por su prosa ágil, por el acierto de sus adjetivos, y estoy seguro de que cuando, después de los dos primeros años, dejó el taller –calculo que para marcharse ya a estudiar Filología a Salamanca–, todos dábamos por hecho que se convertiría, con el tiempo y el estudio, en un magnífico narrador.

Por eso me sorprendió cuando, bastantes años después, digo yo que cinco o seis, cuando Víctor ya había terminado la carrera y se había marchado a trabajar como profesor en Casablanca, me llegó -creo recordar que por medio de su padre- una plaquette titulada Trabajos de amor disperso y publicada por su centro, el Instituto Español “Juan Ramón Jiménez”, que, en lugar de relatos, incluía una breve colección de poemas escritos en un tono entre lúdico, canalla y melancólico que giraban en torno al amor, en sentido amplio, como centro temático. Me parecieron versos rotundos, muy seguros de sí, y eso me hizo pensar que nuestro joven narrador hacía ya tiempo, quizá en los años de estancia en Salamanca, que se había cambiado la chaqueta de cuentista por la de poeta.

Luego vino la ya célebre alerta de Álvaro Valverde sobre la inusitada plaga lírica placentina y la lectura que, con ese título, organizamos con motivo del ciclo EncontrArte de 2011, que reunió a los jovénes poetas Álex y José Manuel Chico, Francisco Fuentes, Víctor Martín Iglesias y Víctor Peña Dacosta, y que dio lugar, además, a la publicación de un cuadernillo con poemas de todos ellos. De Víctor Peña se publicaron entonces, además de “A Usted. En desobediencia” –que ya había aparecido en la anterior plaquette–, “Ya es primavera en el Corte Inglés” y “España se diferencia de Estados Unidos”, que añadieron a esas notas de juego, melancolía y descaro juvenil que apuntaba antes un cierto tono de grito, de provocación y de denuncia que seguro que sus amigos conocían de sobra por las conversaciones en la barra de los bares y del que los demás comenzábamos ya a saber también a través de sus exaltados estados de facebook. Pues bien, en la breve nota introductoria que nos envió para aquel cuadernillo, Víctor anunciaba, además, que esperaba poder reunir sus poemas “en uno o dos poemarios titulado(s) Trabajos de amor disperso y/o Los papeles del divorcio”, una duda, una disyuntiva, que demostraba, por un lado, que su autor aún tenía mucho que decir en el ámbito de la poesía y, por otro, que no era un escritor impetuoso, que diese a conocer sus versos de cualquier manera, y que detrás de aquellos versos frescos -en el sentido de lozanos, pero también en el de atrevidos, o incluso en el de descarados- había mucha más premeditación de la que uno pudiera suponer a primera vista.

Esta misma sensación, la de que Víctor tenía mucho que decir y de que detrás de aquellos versos frescos, impetuosos, provocativos, había mucha elaboración, mucho darle vueltas a la cabeza, la tuve de nuevo cuando, hará cerca de tres años, me envió una primera versión de La huida hacia delante, que, aunque no era la definitiva, se acercaba bastante a la que presentamos hoy. En ella se veía que Víctor había optado finalmente por integrar sus dos proyectos iniciales, Trabajos de amor disperso y Los papeles del divorcio, en uno solo, y su título revelaba, además, que había acabado descubriéndolos como –aprovechando sus propias palabras– “etapas (o) epígrafes de una ¿evolución?”, dicho esto entre interrogantes. Los poemas regresaban, pues, formando parte de un conjunto bien trabado, bien organizado, en el que todos parecían ganar aún más sentido. Lo leí y lo releí entonces varias veces, tomé notas, subrayé, le envié un correo interminable en el que me empeñaba en ponerle faltas, en plantearle dudas que le pudieran ayudar, quizá, a mejorar el libro, y luego vino el feliz anuncio de su futura publicación, luego, la espera, las primeras imágenes de la portada, y a partir de ahora paso a hablarles en presente porque, por fortuna, esa larga huida anunciada que ha venido siendo la publicación de este libro ha terminado y ya lo tenemos aquí, entre las manos, en esta edición tan cuidada y elegante de La Isla de Siltolá.

En su organización definitiva, La huida hacia adelante comienza con un poema suelto, “Conjugación simple”, una declaración de intenciones con la que uno no acaba de saber si lo que el autor quiere decir es que todo parecido con la realidad es pura coincidencia o justamente todo lo contrario –cosa que me parece bien: los escritores y los magos no deben revelar jamás sus trucos–, y a partir de ahí se suceden diversas secciones, etapas o epígrafes, “Configuración personal”, en la que lleva a cabo, en dos poemas, un primer autorretrato de partida –que lo es también, en buena medida, de llegada–, “Trabajos de amor disperso”, una serie de piezas sobre relaciones amorosas en la que se mezclan versos de sexo explícito junto con algún otro de sadismo no menos explícito, “Los papeles del divorcio”, en torno a la ruptura, “Un añito en el infierno”, epígrafe de transición con algún eco de su año en Casablanca y poemas largos, como “No va más” o “La edad tranquila del odio”, en los que, quizá, sea donde se halle de forma más clara la protesta, social o política, como tema, y, por último, la estación de llegada, “Adaptación al miedo”, cuyo último poema lleva, precisamente, ese título y enlaza, en buena medida, cerrando el círculo, con los poemas de la primera parte, confiriéndole al conjunto una gratificante sensación de redondez.

A lo largo de esta intensa huida hacia delante Víctor va tocando diversos temas, el amor, el desamor, el sexo, o también, de forma quizá menos explícita, la amistad, el trabajo, el descontento, pero yo creo que el tema fundamental del libro es el yo, concretamente, ese yo que, irremediablemente y a velocidad de vértigo, se va volviendo otro con el paso de los años, y ese es el motivo por el que a lo largo de esa evolución que en un mensaje de facebook Víctor escribía entre interrogantes y de la que cada sección del libro va siendo una suerte de etapa, se sucedan los autorretratos, poemas como “Un cierto fugitivo”, “Si esto es un hombre”, “Antirretrato”, “De verdad que no” o el ya mencionado “Adaptación al miedo” en los que el autor perpetra una suerte de radiografía íntima de sí mismo, como si en cada fase de ese proceso sintiese la necesidad de escanearse de arriba abajo para hacer recuento de las pérdidas, y hablo de pérdidas porque la evolución que Víctor plantea es más bien negativa, o degenerativa, y pasa en buena medida por la renuncia, o el sacrificio, de todos, o muchos, de los principios inamovibles que, de joven, uno habría reivindicado, quizá más de una vez a voz en grito.

Y seguí envejeciendo con paso lento

pero inseguro, traicionando amigos

y valores, dejando pasar el tiempo, estampando

relojes de arena en cómodos plazos,

haciéndome un impresentable

presente de mierda

dice, por ejemplo, a este respecto en uno de los primeros poemas, “Un cierto fugitivo” –en el que recicla, por cierto, varios versos de Álvaro Valverde, de poemas como “Hotel inglés” o “La luz difusa” –. En este sentido de la pérdida, de lo que uno va dejando de ser a medida que madura, uno de los poemas más significativos y más contundentes –por lo que tiene, además, de masoquista–, es la “Carta abierta de lo que quedaba del Víctor Peña de 19 años dirigida al actual Víctor Peña antes de desaparecer para siempre”, un poema en el que ese chaval de diecinueve años que se desdibuja llega a reprocharle a su sucesor, quizá el joven de veintinueve años que me acompaña esta noche,

eres la publicidad engañosa

de lo que yo prometía,

y en el que pronostica algunos de los episodios más nefandos de esa caída en picado que es, inevitablemente, hacerse viejo,

no te veré caer en el voto útil

ni en las rebajas de Ikea.

No pasaré la vergüenza

de oírte blasfemar pidiendo

una cerveza sin alcohol,

episodios que enlazan con el último poema, “Adaptación al miedo”, un poema lento y sosegado en el que el autor lleva a cabo una suerte de inventario final de las cómodas, ciegas rutinas que uno puede encontrar en la estación de llegada, esa donde termina –al menos en principio– la huida hacia delante, y en el que los versos, a mi modo de ver, más rotundos y más terribles son, justamente, los últimos:

Apagar el despertador antes de que suene.

Ponerse camisa para ir a trabajar,

pues creo que condensan como ningunos otros la pérdida sin remedio de los sueños juveniles.

Todo ello resultaría desolador, y yo diría que insorpotable, si no fuera por distanciamiento crítico con el que los poemas están escritos, por el sarcasmo que recorre de parte a parte el libro y que constituye, quizá, su elemento más ácido y vibrante. La ironía brutal de Víctor Peña se hace presente en esos despiadados retratos de sí mismo que hemos mencionado, pero también, por ejemplo, en los punzantes diálogos con las amantes y desamantes de las dos primeras partes del poemario o en las andanadas que lanza a menudo sobre las anodinas costumbres del individuo de a pie, y alcanza una de sus cotas máximas en el poema “Nihilismo”, un poema sobre la descreencia más absoluta en que el autor, por no creer –ni en Dios, ni en el sistema, ni en la felicidad, ni en los dinosaurios–, acaba por no creer ni en el nihilismo.

Pero como señalaba el otro día en mi breve reseña en PlanVE, La huida hacia delante es mucho más que todo esto que he venido contando, es mucho más que juego, que grito, provocación o denuncia, más que nihilismo o descaro juvenil. Irónicamente, La huida hacia delante consigue ser eso y lo contrario, la continua puesta en cuestión de esa actitud, pues, como bien advierte el autor en su segundo poema,

mi apatía, lo admito, fue siempre una pose,

y a lo mejor por eso entre sus versos es posible encontrar, justo al pie del sadismo, la ternura, o una cierta piedad por uno mismo en el tono de los versos más masocas, o dos o tres principios irrenunciables, quizá de andar por casa, pero firmes, que sobreviven a la descreencia más feroz, todo un cúmulo de matices, de contradicciones, no sé si aparentes o reales, que hacen de La huida hacia delante un libro que no puede dejar indiferente, un libro que arde entre las manos, que nos interpela y que nos lleva, en definitiva, a plantearnos las preguntas de siempre: quienes somos, de dónde venimos, qué ha ido quedando de nosotros mientras tanto y, por último, a dónde vamos, si es que, después de todo, tenemos que ir a alguna parte.

Fotografía tomada de la página facebook de La Puerta de Tannhäuser

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