Hay olores y sabores que viajan a través del tiempo, como si de una caja de recuerdos se tratara. La entrada en Cabezabellosa tiene un poco de eso, sobre todo en esta época del año.
Durante estos días veraniegos, el pueblo comienza a llenarse de vecinos que ya sólo lo son durante una semana o, a lo sumo, un mes. Antes, bebían de sus fuentes a diario, pero la emigración les obliga a probar el agua de otros lugares.
Pero cuando vuelve agosto, los que marcharon, regresan con él a las calles de Cabezabellosa. Tras los saludos y reencuentros de rigor, el olfato y el gusto no aguantan más. Necesitan sentir de nuevo ese placer múltiple que aportan. Son rojos, redondos, grandes o pequeños, y regalan un deleite incomparable. Como el pisto de tomate de mi hermana, el de la foto.
El verano está acompañado, siempre, de su aroma. También de su energía. Comiendo uno o dos al día las tardes de verano daban para mucho durante la niñez. Bajo el sol de San Lorenzo, las carreras hasta el chorrito eran incalculables; las rutas al Pitolero se hacían más cortas; y siempre había algún que otro paseo al Regajal, para comprobar si habían crecido otros tomates para la cena.
Y es su proceso de cultivo lo que les hace tan especiales. Los huertos bellosos están llenos de cariño. Los habitantes, que aún dan vida al pueblo durante todo el año, tienen para dar y tomar. Muchos de ellos han vivido cerca de tres siglos distintos y cuentan que guardan el secreto de la longevidad. Aunque quizás, esconden algo más que eso. Pues ayudar a la tierra a dar este producto, es uno de sus mejores misterios. Esa es la herencia que todas las generaciones custodiamos.
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